DECIRES |
La maldición consistía en ser linda y no poder ocultar dieciséis años de gestos previsibles y pensamiento corto. No supo, no pudo saber, de Circe ni de Ana Ozores, en Vetusta. Sus días efímeros apenas podían garantizar rutinas y dietas, llamadas interminables, lecciones memorizadas sin gusto, algún amor de verano con sonrisas y bailanta. La existencia como un viento que sacude el follaje, transita y no vuelve.
Evitó las explicaciones porque congelan lo que uno siente. Quizá la forma de mirar, o esa seguridad para definir sus convicciones, o la corbata que lo investía de prestigio y seriedad. El hecho es que no fue capaz de desviar la mirada en su presencia ni dejó de elevar la voz cuando estaba con los otros, como si sólo se dirigiese a él. Laura se dio cuenta, sonrió y después le quitó importancia. Claro, ella los prefiere gorditos, sin la menor cortesía, especialistas en Boca Juniors. No podía ser la opinión acertada. Decidió al final encarar las circunstancias con su propio esfuerzo. Y no se lo dijo a nadie.
Procuró seguir las reglas del caso. Alguna mirada entusiasta, preguntas que exigían reacciones y no respuestas, acercarse como si tal cosa. No funcionó (demasiadas máscaras imprevisibles). "Si fuera como los otros -analizó- sería asunto resuelto y en término: una pierna muy al descampado, un corpiño que se corre". Pero este tipo serio la restringía como una advertencia, un anuncio de la pena. Casi desistió. Los dias inútiles la ayudaron a edificar el plan. También el dulce mirar que la envolvía de paciencia y esa ternura anhelada de padre ausente y la tristeza de cada tarde, cuidando de sus hermanitos o del aseo de la pequeña casa. Suburbio y tedio.
Lo veía siempre rodeado de libros, hablando de cuestiones que ella era incapaz de dilucidar, aunque la llenaban de orgullo. La fortaleza y la pericia son las cualidades que mejor puede transparentar un hombre, en especial si el juicio ajeno es lo que importa. Por ello eligió escribir y no hablar. Convenía a la privacidad y a la aventura. Evitaba los malos entendidos; garantizaba el anonimato de la relación. Un fervor suave le llenó el rostro y su propia audacia la dejó sin razones. Intuyó entonces que lo amaba.
Ese jueves fue todo diferente. Los nervios como hormigas, el calor inundando hasta lo más oculto, la sensación de caminar sobre lana. Lo vio entrar, escribir, explicar algo que no escuchó, trasladar la rutina de la clase a su propio gesto. Cuando el timbre clausuró las actividades, el caos ganó todos los espacios del aula. Se acercó al escritorio, esperó la mejor confusión o el descuído y depositó el pequeño sobre con una flor dibujada entre las páginas del libraco y salió al pasillo. Un enorme peso la abandonó y recién pudo respirar verdaderamente.
No quiso ver a ninguno de sus conocidos. Después del almuerzo buscó el sendero que lleva al río y caminó con ansiedad, como si alguien la persiguiera. Buscó la sombra, el silencio, se quitó las sandalias y la frescura del agua le fue devolviendo la paz. Recordó con prestancia las palabras e imaginó las consecuencias. "Tal vez no sea correcto contarle lo que siento, pero es una necesidad de mi corazón, de mis sueños. Si usted cree que vale la pena hablar sobre esto, sólo tiene que elegir el lugar y el momento. Si quiere saber quién soy me va a encontrar en el cuarto banco, al lado de la ventana que da al jardín. Mi cabello es castaño. Siempre llevo trenzas y un lunar en el pómulo". Aturdimiento, desconfianza; más tarde expectativa, y al fin satisfacción. ¿Por qué no podía empezar una historia maravillosa?
Se acostumbró al suspenso. La noche resultó interminable y magnífica. Añoró su mirada, imaginó caricias y se rindió a la inmodestia de saber que él sería el primero en pedírselo. El fin de semana reiteró la ansiedad y el nerviosismo, pero se vio más fuerte y entusiasta que nunca.
El tiempo, sin embargo, la destruyó de un golpe adverso. Peor tragedia que la de ese momento jamás hubiera alcanzado a prever, ni en la más flaca de las hipótesis. El mensaje no podía cambiar, ni los sentimientos. Pero no pensó en el destino y las interpretaciones. Cuando lo vió acercarse con esa sonrisa ganadora supo que el mundo giraba equivocado: el libro pertenecía al otro, al odiado profesor de matemáticas (petiso, morocho, canallesco y machista). La mayor de las vergüenzas; explicar que todo fue un error, que esa carta no debió aparecer ahí, que ella no era eso que estaba escrito. La muerte parecida a una disculpa.
- ¡Qué lástima! -lo escuchó decir. La vida está llena de sorpresas valiosas, sólo es cuestión de obedecer lo que uno siente.
La sonrisa y los ojos malignos oficiando de castigo y de puñal. Resistió hasta que la ganó el reloj y su vuelta a casa.
El fin de las ilusiones supera siempre a las mismas ilusiones. De ahí la nostalgia. Lo reconoció de golpe y ya era tarde. Lloró su rabia como pocas veces. No quizo dar explicaciones y el encierro la salvó de los espejos. Deseó morir muchas veces, y lo hubiera logrado de no ser por la sed que la dominó y la regresó a los rincones cotidianos. Podemos morir de tantas maneras. Por fin el sueño, el descanso que sabe a paraíso y a desconocimiento.
Regresó al aula luego de un par de días ausentes. Intentó sumergirse en los rutinarios cuentos de la víspera, de las prendas a precios imposibles, de las imágenes del modelo ideal o de Chayanne. ¿Era posible olvidar lo que no había sido? Se sintió sola en el mundo y los ojos la traicionaron. Entonces encontró el sobre, la letra cuidadosa de maestro y tuvo la certeza de que esta vez no existirían equivocaciones.
El vidrio de la ventana entreabierta le devolvió una sonrisa infinita. Eso era todo y no se precisaba nada más.
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Subido por Gabriel Dhose
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