Ser escritor: un espejo donde mirarse.
Por Valeria Sabbag
No hay un manual que explique qué palabras hay que elegir para causar mayor impacto o de qué manera utilizarlas para lograr un textum, en latín "tejido", capaz de enredar amablemente al lector en una trama ineludible. "Con habilidad verbal no se hace un buen libro", decía Ernest Hemingway y, en parte, tenía razón.
En el inventario de las posibilidades, los talleres literarios son un excelente recurso para trabajar el material, conocer otras opiniones calificadas, y lograr distinguir entre los textos que tienen potencial literario y aquellos que no son más que una demostración de afecto a un entorno querido - entorno como "cosa", "personas", "lugares" - pero sin capacidad de ficción, dramatización, o manejo de ideas, entre otras condiciones literarias. Pero si sólo se tratara de asistir a talleres literarios habría una enorme cantidad de escritores ocupando las filas de los elegidos.
Lo formal, la facultad, tampoco promete ese sueño. Se asegura solamente de que las cátedras estén en sintonía con abundante material de lectura y de análisis, clasificación de diferentes corrientes, géneros diversos y ese puntillismo funcional y efectivo para armar y desarmar frases, conocer su morfología, su sintaxis, su puntuación, su semántica. Ese aparato óseo, su conexión de partes, aunque no precisamente su conexión afectiva entre las partes.
Ser un gran lector colabora enormemente con un vocabulario más rico, con encontrar distintas expresiones para referirse a las mismas cosas. "Me considero esencialmente un lector. Como saben ustedes, me he atrevido a escribir; pero creo que lo que he leído es mucho más importante que lo que he escrito. Pues uno lee lo que quiere, pero no escribe lo que quisiera, sino lo que puede", aseguraba un categórico Borges. Es preciso decir que la lectura de un autor siempre abre una puerta, muestra una posibilidad, propone un juego que activa las propias virtudes narrativas. Un autor adecuado y empático funciona como padre literario (aquel que enseña) y convida un par de lecciones amistosas proclives a convertirse en marcas. Horacio Quiroga en "Decálogo de un perfecto cuentista", en una de sus premisas, dejó asentada esa aspiración, esa relación: "Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo".
Sus palabras también hacen eco en las de Roberto Bolaños en "Consejos sobre el arte de escribir cuentos": "Hay que leer a Quiroga, hay que leer a Felisberto Hernández y hay que leer a Borges. Hay que leer a Rulfo, a Monterroso, a García Márquez", enumeró, seguramente, marcando a sus protegidos.
Sin embargo, leer no es tener una llave segura para deslizarse mejor entre los renglones ni es imitar. Leer a otros es dejarse influenciar. No existe un escritor sin influencias. Aquel que se dedique a las palabras tiene soplidos de otro autor en el oído cuya influencia es por sobre todo inspiración, porque si un texto ajeno tiene fuerza poética y logra ser conmovedor, se materializa en inspiración directa -cierto empuje- para crear lo propio. Entre escritor y lectura (autor y autor), hay un diálogo que enseña una forma de contar, un estilo logrado. Un esfuerzo que lucir.
Están también las otras versiones, y suelen suceder: leer demasiado termina por obturar la creatividad. Pareciera que todo está dicho, que ya otros escritores hablaron de lo que estaba por decirse. Es una sensación sin asidero pero aparece con la angustia de saber que una parte importante de clásicos ya fueron plasmados. Que las tragedias lo adoptaron a Shakespeare como hijo pródigo, que la tristeza enmarcó a Alfonsina como su predilecta, que para complejo ya existe un Dostoievski y para lo desfachatado un Bukowski, por ponerlo en ejemplos. Sin embargo hay que decir que los temas no varían, lo que varía es la particularidad con que cada escritor los vuelca sobre las páginas, encima de sus personajes y de sus historias.
Se piensa también que un escritor es alguien elegido que no tiene más que apoyar su pluma para dejar volar su imaginación, como vulgarmente se dice. Los que pasaron sus textos por filtros exigentes -talleres calificados, escritores o colegas harto probados, universidades- saben que no se trata de agitar un poco la varita (eso también) sino de trabajar los textos, reescribirlos, ser puntuales con las palabras, con la cadencia, con el conflicto, para que toda esa puntualidad se vea transformada en fluidez hacia el lector.Sobre este punto, la corrección, Bolaños aseguró lo que afirman tantos otros escritores, incluido el genial Borges: "Honestamente, uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de su muerte". Quizás haya querido decir que no sólo las obras tienen la capacidad de tornarse infinitas sino también la metodicidad por querer perfeccionarlas. Un punto sin final...
Este aspecto merecía también la autocrítica de Kafka en "Sobre el arte de escribir", aunque cargada con más angustia: "En estos cuadernos hay, sin embargo, algo que falta por completo: aplicación, constancia y como se digan todas estas cosas [...]. Lo que a mí me falta es disciplina. [...] Quiero ser aplicado durante tres meses. Hoy sé ante todo una cosa: el arte tiene más necesidad de la artesanía, que la artesanía del arte".
Es la misma sensación con la que cargaba Chejov cuando se autoinfería culpa por no someterse a cierta conducta: "Hasta ahora he mantenido, respecto a mi labor literaria, una actitud superficial, negligente y gratuita. No recuerdo ni un solo cuento mío en el que haya trabajado más de un día. [...] He escrito mis cuentos como los reporteros que informan de un incendio: mecánicamente, medio inconsciente, sin preocuparme para nada del lector ni de mí mismo..." Lo dejó escrito por intermedio de cartas que enviaba a distintos destinatarios hoy reunidas en "Consejos a un escritor".
¿Acaso ser escritor se trata de una tortura a la cual someterse día y noche frente a los textos sin levantar la mirada hasta verlos plena y correctamente corregidos?
Depende del escritor. Algunos escriben seguido, sin respirar. Otros son lentos y van pensando frase a frase. Están los que se agitan en un principio, son abandónicos en el medio y vuelven más tarde a reconocer a sus criaturas y a hacerlas crecer. Como sea, hay algo seguro: un texto mirado por segunda (y milésima) vez está más trabajado, logra más cohesión, está afinado. Y por otra parte, una acertada reescritura lo hace vulnerable para bien y para mal. Para bien porque lo robustece. Para mal: el texto puede presentar falencias que en el primer impulso por escribir pasaron inadvertidas. La lista es larga y valdría una discusión aparte, pero habría que dejar señalada contra un rincón a la incontinencia verbal.
Tomando o no algunos de estos consejos, hay vicios que pueden ser domesticados, bibliotecas que pueden ir engrosándose, un estilo que puede ir puliéndose mediante la gimnasia, una disciplina que no sea torturante sino beneficiosa. Detalles que formarán al profesional. Aprendizajes valiosos que sin embargo no reemplazan cierta naturaleza o inclinación. Esa extrañeza ineludible con la que cargaba Virginia Wolf, asimilada en "Diario de una escritora": "También una impresión de mi propia rareza, de la rareza de estar caminando sobre la tierra. También está ahí la infinita extrañeza de la posición humana; estar atravesando Russell Square con la luna allí arriba y las nubes como montañas. Quién soy yo, qué soy, y todo el resto".
La extrañeza de preguntarse y necesitar decirlo. La pregunta que todo buen escritor debería formularse acuñada por Rilke en "Cartas a un joven poeta" que dirigió a su aprendiz: "Inquiera y reconozca si tuviera que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo yo escribir?".
Si la respuesta resultara inevitable, "cargar con este destino, llevarlo con su peso y su grandeza", en la voz de su mismo autor. "Y tener fe ciega no en la capacidad para el triunfo, sino en el ardor con el que se desea", en la pluma de Horario Quiroga.
Destino, peso, grandeza, fe ciega, ardor. Esas cosas que habitan detrás de las páginas.
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